Nació y el médico le prohibió llorar mediante dos bofetadas bien dadas. La siguiente vez que intentó alzar la voz hasta agudos a los que nunca más llegaría, se encontró con el seno de su madre que le llenaba la boca alimentándolo.
Creció vocinglero, chiquito y respondón. Su padre le corregía estos rasgos con una buena serie de mamporrazos en la nuca, sacándole los ojos de entre los párpados y quitándole las ganas de seguir berreando. Su madre, sumisa y cariñosa, le pasaba la cena a escondidas cuando el padre roncaba las copas en el sofá. Así comenzó su interna rebelión, tragándose el orgullo y las voces con muecas de indignación y despecho.
En la escuela las cosas le solían ir peor. Al sacerdote de religión lo martirizaba con inquisiciones heréticas, cuestionamientos impuros que hacían al cura santiguarse y notificar a la dirección el exceso de pensamiento que expresaba aquel jovenzuelo. Consiguió así castigos de brazos en cruz, soportando testamentos en los brazos y escribiendo cien veces en la pizarra “no replicaré al profesor”.
Tuvo pocos amigos, y de amiguitas no digamos. Atraída por su arrogante capacidad de revelar las inconveniencias y los golpes huecos que proferían las palabras y acciones de lo demás, sólo una se aventuró a dorarle la píldora, y acabó odiándolo por su extrema sinceridad y falta de tacto.
A él estas cosas no se le quedaban ocultas. Conocía que su máximo bastión de personalidad le suponía más un defecto que una virtud a la hora de entremezclarse con los demás. Así que, teniendo a elegir la suavidad de sus maneras o la perseveración en sus costumbres, escogió esto último y lo asió como un clavo ardiendo, quedándose atrás e iluminado por el triste foco de sus reivindicaciones crudas y directas.
Alcanzaba las dos décadas y su padre le seguía alzando la mano con cada réplica. Su mamá había muerto ya hace mucho, cansada de educar a un hijo en las sombras y sueños del otro. Él no había tenido muy buena ventura en las clases, así que se enfrentaba a los últimos cursos con reticencia y cada vez más oposición. No gustaba de que le contradijeran, ni de recibir la historia que a él le parecía errónea.
Llegó la revolución, y no le quedó más remedio que escoger un bando, a tontas y a locas, sin partidismos. Acabó rezongando por pueblos, buscando revolucionarios y apátridas, torturándolos y sacándoles la información. A nadie extrañó que un chiquillo que siempre había expuesto sus iracundas filípicas sin temer las consecuencias, acabara asesinando ideales a base de retorcer pescuezos y quebrar narices. No era irónico, ni siquiera sorprendente. El gachó era un entrometido y un liante, y todos sabían que pusiera donde pusiera el pie, iba a terminar por abarcar más de lo que le permitían los brazos y con una bala en la cabeza, así que no importó demasiado. Eso sí, su viejo, antes de echarse al monte con los del otro bando, le escribió una carta espetándole que no había educado a un hijo para matar por parte del gobierno.
Antes de que la tortilla se diera la vuelta, él ya había ajusticiado entre otros al cura que lo repudiaba y al director que lo castigaba. Compañeros de infancia también habían caído, callados y agonizantes, presos en los calabozos. Pero llegó el turno a los militares de escapar afuera de las ciudades, y los luchadores por la libertad, primero vencidos, ahora vencedores, e inminentemente borrachos, ajustaron en el acuse de recibo su venganza contra los familiares caídos, buscándolos a todos por cuevas, bosques, y aldeuchas. Fue una guerra que duró seis años y que a la mitad cambió de bandera, simplemente. Nadie notó la diferencia.
“No existe la expresión”, le dijo su padre cuando lo encontró una noche en una posada de pueblo, escapando su hijo de la guardia revolucionaria. “Tienes la libertad, pero la expresión no te vale para nada en este mundo”.
Él ya iba a decir algo al respecto, pero para entonces su padre le había rebanado el gaznate con un cuchillo.
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